Tras la condena a Cristina Kirchner, el Dr. Víctor Piccoli analiza cómo las garantías constitucionales son usadas para «blindar» acciones de corrupción del poder político, alejándose de su verdadero fin: proteger a los ciudadanos.
Por Dr. Víctor E. Piccoli Técnico Superior en Gestión de Áreas Naturales; Procurador; Abogado; Especialista en Derecho Ambiental; Diplomado en Protección de Derecho Ambiental y de los Recursos Naturales y Culturales; Diplomado en Derechos de las Personas con Discapacidad. Doctorando en Derecho. Especialista en Justicia Constitucional y Derechos Humanos con Orientación en Grupos Vulnerables.
Como abogado, especialista en Justicia Constitucional y Derechos Humanos, no puedo permanecer en silencio frente al reciente fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación (CSJN) en la causa por corrupción vinculada directamente a la obra pública en la que fueron condenados diversos ex altos funcionarios del Estado Nacional, entre ellos la Sra. Cristina Elizabeth Fernández de Kirchner.
En este sentido, hay que decir que, si bien el fallo exhibe contundentes aciertos técnicos (como por ejemplo, el respeto a la legalidad, al principio de presunción de inocencia, al debido proceso, entre otros), no puedo dejar de señalar el modo en que las garantías constitucionales –en el entendimiento de que son las reglas del juego jurídico– están siendo mancilladas, manipuladas, distorsionadas y, sobre todo, están siendo utilizadas como un claro escudo por parte de quienes, habiendo detentado el poder político, traicionaron evidentemente su función pública y aprovecharon sus puestos y cargos de poder para enriquecerse ilícitamente a costa del pueblo.
Asimismo, es posible que se intenten diversas acciones para llevar adelante una potencial anulación. Entre ellas, por ejemplo, acudir a tribunales internacionales o incluso interponer alguna acción de amparo con el fin de revertir el fallo definitivo. Debo aclarar que el amparo no es un mecanismo para revisar sentencias del Máximo Tribunal de la Nación.
Si recordamos, el artículo 43 de la Constitución Nacional establece que el amparo procederá «…siempre que no exista otro medio judicial más idóneo, contra todo acto u omisión de autoridades públicas o de particulares, que en forma actual o inminente lesione, restrinja, altere o amenace, con arbitrariedad o ilegalidad manifiesta, derechos y garantías reconocidos por este Constitución, un tratado o una ley…».
Es decir, una sentencia de la CSJN no es un acto administrativo, o sea, no es posible intentar atacar mediante amparo las sentencias judiciales de la Corte, ni mucho menos podría ser impugnable por esta vía. La razón es que las decisiones jurisdiccionales no pueden ser revisadas por vía de amparo porque existe un sistema recursivo previsto en el orden jurídico (apelaciones, casación, recurso extraordinario, etc.) y porque hay un principio de cosa juzgada que garantiza la seguridad jurídica y la estabilidad procesal.
Solo cabría de manera excepcionalísima, cuando la sentencia judicial es total y absolutamente arbitraria o carente de motivación; o hay una lesión grosera e irremediable de derechos fundamentales; o cuando no haya otro medio más idóneo para su reparación; o cuando haya un caso de gravedad institucional manifiesta. Nada de ello se da en la causa bajo análisis, porque justamente sería utilizar la herramienta en cuestión como una “cuarta instancia” para revisar lo que no se logró revertir por vía recursiva ordinaria o extraordinaria.
De manera tal que, pretender presentar ante la Comisión (y posteriormente ante la Corte) Interamericana de Derechos Humanos, invocando el plexo de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, no es más que un intento desesperado por obtener una absolución política internacional frente a una condena dictada tras años de debate judicial, múltiples garantías procesales y pruebas concluyentes que evidencian la corrupción estructural y fraude al Estado por la que fue condenada la expresidenta de la Nación, en la que se comprobó que obró en su propio beneficio, y el de sus allegados, también condenados en los autos.
A más de ello, cuando se deja entrever que podría existir la pretensión de llevar el caso a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, so pretexto de forzar un fallo absolutorio desde un tribunal internacional –sin perjuicio de que lo que este determine, el Estado argentino puede o no cumplirlo, ya que sus fallos no obligan al Estado adherente–, queda expuesto lo que realmente se intenta, es decir “impunidad disfrazada de garantía”.
Justamente la Corte Interamericana de Derechos Humanos (en el marco de la Convención Americana sobre Derechos Humanos) ha sido creada para proteger a los oprimidos, no para blindar acciones evidentes y demostradas de corrupción de los dirigentes que han lucrado con fondos públicos mientras muchos argentinos no podían acceder a salud, educación o infraestructura básica.
Es así que el uso estratégico de las garantías procesales por quienes se han enriquecido descarada e ilícitamente no viene a ser una defensa de derechos, sino todo lo contrario, un ardid, aparte de ser una clara burla a la ciudadanía.
Así es que la corrupción estructural no solo desangra las arcas del Estado, sino que también destruye la confianza democrática, prostituye las instituciones y, sobre todo, convierte las garantías constitucionales en herramientas de chantaje jurídico.
Es por ello que, hoy más que nunca, debemos defender las garantías constitucionales y convencionales, no permitiendo que estas sean utilizadas como bandera para garantizar hechos de corrupción para que los poderosos las vacíen de contenido ético, sino más bien para que sean utilizadas ante hechos aberrantes de avasallamiento de derecho que atentan contra la integridad del sistema representativo, republicano y federal, en donde los ciudadanos que cada día enfrentan las injusticias a las que se ven sometidos (a diferencia de los poderosos) no se les concede la presunción de inocencia –por ejemplo–, ni mucho menos de humanidad.
En este aspecto, es que digo, mantengo y sostengo que los Derechos Humanos jamás deberían ser utilizados como coartada para que quienes han robado descaradamente a los ciudadanos –a la administración pública– pretendan lograr impunidad.
Considero que es un buen momento para decir que en la Argentina sí hay élites políticas que gobiernan con privilegios y se defienden con garantías que a la postre tergiversan, para mantener el statu quo.
También hay una Justicia que, si no se emancipa de la cobardía y de las presiones y el sometimiento de las ideologías hegemónicas o de la política partidaria, terminará siendo cómplice funcional de la corrupción estructural que día a día se evidencia.
De manera tal que seguiré promoviendo y luchando para que haya una justicia, con jueces probos (no como actualmente están integrados mayoritariamente los Poderes Judiciales de todo el país, que se encuentran plagados y abarrotados de Magistrados, Funcionarios y Empleados militantes, ideologizados, politizados e inútiles), que sea una justicia transparente, imparcial, objetiva y valiente, que se centre en el pueblo y sus verdaderas necesidades, y que la única perspectiva para la que tengan miramientos las judicaturas sea la “perspectiva de justicia”, y esto no es una utopía, ni una fantasía, es más bien una necesidad histórica, constitucional, ética, moral, deontológica, y sobre todo humana.
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