*Por Jorge Costas
En el entramado de una justicia que debería velar por los derechos de los más vulnerables, Emma se ha convertido en el rostro de una tragedia que pocos quieren ver. Mientras el sistema judicial se enreda en tecnicismos y omisiones, ella es arrastrada por un torbellino de negligencia, indiferencia e impunidad. Su historia no es solo la de una víctima de abandono, sino la prueba irrefutable de que la justicia, cuando no actúa, se convierte en cómplice del sufrimiento.
Detrás de este drama hay varios protagonistas, pero uno de los nombres que resuena con fuerza es el de Jhadira, una persona que, lejos de proteger a Emma, ha tejido una red de manipulación y desinterés con consecuencias devastadoras. Sin embargo, la mayor responsabilidad no recae en ella, sino en un sistema que le ha permitido hacerlo sin restricciones ni consecuencias.
Desde hace tiempo, Emma ha sido víctima de un abandono emocional profundo. Cada pedido de ayuda, cada señal de alerta que ha dado, ha sido ignorada por quienes tienen el deber de actuar con rapidez. La justicia, que debería escuchar su voz y garantizar su seguridad, le ha dado la espalda una y otra vez.
Uno de los episodios más alarmantes ocurrió cuando Jhadira sufrió un ataque de pánico en su trabajo. En un momento de crisis extrema, ingirió pastillas y tuvo que ser asistida de urgencia. Mientras su vida pendía de un hilo, la reacción de su madre fue la indiferencia: llegó al hospital horas después y apenas le dedicó unos minutos antes de marcharse. Al día siguiente, cuando Jhadira debía ser evaluada por un psiquiatra para determinar su riesgo de reincidencia en un intento de suicidio, su madre volvió a ausentarse. No hubo apoyo, no hubo contención. Solo silencio y abandono.
Pero no es solo la negligencia de la madre de Jhadira lo que pesa en esta historia. Es su ausencia sistemática, la falta de compromiso, la omisión de sus responsabilidades. Y, sobre todo, la complicidad de un sistema judicial que ha decidido mirar hacia otro lado. Se presentaron denuncias, se expusieron pruebas, se detallaron los graves problemas de salud mental de Emma y la falta de respuesta de su entorno. ¿El resultado? Ninguna acción concreta.
Cuando la justicia ordenó medidas de urgencia para garantizar el bienestar de Emma y facilitar el contacto con su entorno seguro, la intermediaria designada –la madre de Jhadira– simplemente se desentendió. Nunca asumió su rol, nunca mostró interés, nunca cumplió con la responsabilidad que le fue asignada. Y la justicia, en lugar de intervenir y corregir el rumbo, optó por la inacción.
Emma es la víctima de un sistema roto. Un sistema donde la salud mental es minimizada, donde las denuncias de abandono y maltrato son archivadas sin consecuencias, donde la voz de quienes más necesitan ser escuchados no tiene valor. Aquí, el verdadero culpable no es solo una persona, sino una estructura que ha fallado en su deber de proteger.
La justicia sigue demostrando que no está diseñada para amparar a los más vulnerables, sino para encubrir la indiferencia de quienes deberían ser responsables. ¿Cuántas veces más tendrá que gritar Emma antes de que alguien la escuche? ¿Cuánto tiempo más permitirá la justicia que una víctima siga sufriendo antes de actuar? Las respuestas siguen sin llegar, y mientras tanto, una menor de dos años sigue pagando con su vida el precio de la inacción.
El sistema judicial, concebido para ser garante de la verdad y la justicia, se ha convertido en muchas ocasiones en un mecanismo de abuso e instrumentalización. En su afán por dar respuesta rápida a ciertas demandas, ha perdido el rigor necesario para distinguir entre denuncias legítimas y aquellas impulsadas por intereses personales. Así, ha permitido que su estructura sea utilizada como un arma de manipulación.
Casos como el de Jhadira exponen las fallas estructurales de un sistema que, en lugar de proteger a las verdaderas víctimas, permite que las denuncias se conviertan en una herramienta de ataque, dejando en estado de indefensión a quienes son acusados injustamente.
No se trata de desacreditar la importancia de las denuncias por violencia de género, sino de señalar cómo la falta de control y la ausencia de una evaluación exhaustiva de las pruebas pueden abrir la puerta a acusaciones infundadas que destruyen vidas sin justificación. La impunidad con la que ciertas personas pueden presentar denuncias falsas –como en el caso de Jhadira contra su propia madre, su expareja, su hermana e incluso su padre– pone de manifiesto un problema mayor: el uso de la justicia como un juego de poder y venganza personal.
El hecho de que una persona pueda denunciar por «deporte», como si cada conflicto personal fuera una causa penal, y que estas denuncias sean tomadas con la misma seriedad que las reales, solo erosiona la credibilidad del sistema. Aún más grave es la respuesta que muchas veces reciben los afectados cuando intentan demostrar que han sido víctimas de una denuncia falsa: «No te lo van a tomar en cuenta», «No lo van a ver como una falsa denuncia, sino como una causa no comprobada». Estas frases exponen la desidia de un sistema que prefiere lavarse las manos en lugar de actuar con imparcialidad.
Este escenario nos obliga a cuestionar el rol de la justicia: ¿Realmente investiga con la rigurosidad necesaria? ¿O simplemente recibe denuncias y las procesa sin evaluar su veracidad? ¿Cuántas personas han sido injustamente señaladas y arrastradas a un calvario legal solo porque el sistema no distingue entre una acusación legítima y una estrategia de manipulación?
La falta de consecuencias para quienes presentan denuncias falsas solo fomenta este tipo de conductas. Mientras la justicia siga siendo un instrumento que algunos pueden usar a su antojo, el daño seguirá multiplicándose. No se trata de restarle importancia a la violencia de género ni a las denuncias legítimas, sino de exigir un sistema más justo y equilibrado que no permita que la verdad sea distorsionada por quienes ven en la justicia un arma, en lugar de un refugio.
Emma sigue esperando justicia. Pero, ¿hasta cuándo?
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