En los comienzos de los años 2000, en la tranquila ciudad de Catamarca, se desató una historia que quedaría grabada en la memoria del sacerdote Santiago, quien, a pesar de ser joven y recién salido de la formación eclesiástica, tuvo que enfrentar una de las situaciones más aterradoras de su vida: una posesión demoníaca.
La noche de ese Jueves Santo, la ciudad parecía atrapada en una densa atmósfera de humedad y devoción. La mayoría de los sacerdotes de la diócesis se habían reunido en la catedral para la tradicional misa de óleos. Santiago, asignado a una pequeña parroquia en una zona periférica de la ciudad, se encontraba solo en su casa. El viento soplaba con fuerza, mientras que el sonido del reloj parecía haberse desacelerado, como si el tiempo mismo se hubiera detenido.
A las 3 de la madrugada, un golpe violento sobre la puerta interrumpió el sueño de Santiago. Atónito, se levantó con una sensación de miedo y somnolencia, como si estuviera en un estado de trance. Al asomarse por la ventana, se encontró con una mujer rubia, de mirada incierta y con las manos agarrotadas como garras, casi al borde de la histeria. Desesperada, la mujer le balbuceó sobre una posesión demoníaca. Aunque al principio Santiago pensó que podría tratarse de un delirio, decidió actuar y despertó al sacristán, un hombre esquelético y de mirada perdida, quien, aunque aterrorizado por la situación, accedió a acompañarlo.
Juntos, se dirigieron a la casa de la mujer, en uno de los barrios periféricos de Catamarca, conocido por su silencio y abandono. Cuando llegaron, antes de siquiera bajar del auto, una voz grave y gutural, que parecía emanar del mismo suelo, les advirtió que se fueran. Santiago sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero la mujer insistió y, casi a la fuerza, los empujó hacia la casa.
Dentro, la escena era más perturbadora de lo que podían imaginar. Una joven, vestida solo con un camisón, tenía el rostro deformado como si el terror mismo la hubiera desfigurado. Su voz, grotesca y extraña, soltaba insultos y revelaba secretos oscuros, mientras el ambiente se cargaba de una espesa atmósfera que dificultaba la respiración. Los tres hombres no soportaron más y huyeron de la casa, sintiendo como si estuvieran escapando de un incendio invisible.
De regreso en la parroquia, Santiago no dudó en pedir ayuda. Llamó a un sacerdote especializado en exorcismos, un hombre experimentado que llegó de inmediato desde la capital con todo lo necesario: rosarios, agua bendita y una determinación inquebrantable. Aunque el exorcista no vaciló en entrar, Santiago no tuvo el valor de acompañarlo. Desde afuera, sintió cómo el peso de las sombras lo envolvía.
Finalmente, el exorcista salió de la casa con una calma desconcertante. Le hizo una señal a Santiago para que entrara. Con miedo y tembloroso, el joven sacerdote cruzó el umbral y encontró a la joven en la cama, ahora tranquila, con un rostro sereno y angelical, como si la oscuridad que había habitado en ella se hubiera disipado.
Días después, se supo que la joven había sido encontrada en el cementerio local, rodeada de velas negras, tras haber participado en un ritual desconocido. Nadie pudo entender qué había buscado ni qué había encontrado en ese macabro acto. La historia se mantuvo en las sombras, como un misterio que nunca fue resuelto.
Santiago, con el paso de los años, ascendió en el escalafón eclesiástico y, hoy en día, es Obispo en Salta. Sin embargo, no ha podido olvidar aquella noche, esa madrugada en la que se topó con lo inexplicable y el abismo le devolvió la mirada. La «Noche de la Posesión» sigue siendo uno de los relatos más oscuros y escalofriantes en la historia reciente de la iglesia en Argentina.
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