Cuando Dante Alighieri escribió “La Divina Comedia”, aproximadamente en el
año 1307, no sólo se dedicó a diseñar una arquitectura poética del alma
humana, sino que proyectó un mapa ético del poder, el pecado y la justicia.
Varios siglos después, las visiones del poeta florentino siguen más vigentes
que nunca, no sólo como literatura universal, sino lo que es más alarmante,
como una advertencia política, jurídica y por supuesto espiritual.
Hoy, al recorrer los tribunales de familia y los penales de nuestro país, es
imposible no evocar el “octavo círculo del infierno”, aquel que Dante reservó
para los que cometen fraude. Allí, en las profundidades más retorcidas del
pecado, no están los asesinos, ni los lujuriosos, ni los herejes, allí se
encuentran los engañadores, los hipócritas, los que traicionan la verdad
mediante la palabra, la manipulación, el silencio cómplice o el abuso de poder.
En estas épocas, ese lugar simbólico no se encuentra bajo tierra, sino en los
estrados judiciales que avalan falsas denuncias, alienación o manipulación
parental, obstrucción de vínculos e impedimento de contacto, en los despachos
que dictan medidas cautelares sin evidencia, en los informes periciales vacíos
de método y sin ningún dejo de rigor científico, y en las resoluciones judiciales
que permanentemente amputan vínculos parentales sobre la base de un relato
o una única y unidireccional narrativa. Es el infierno de los procesos penales y
familiares del que muy pocos vuelven, y donde muchos –en realidad
demasiados- quedan sepultados en vida.
La alienación parental, el impedimento de contacto, la obstrucción de vínculos
afectivos y las denuncias maliciosas sin ningún tipo de elemento probatorio,
constituyen formas contemporáneas de fraude institucional. No hablo ya del
delito común, sino del uso estructural del aparato judicial como instrumento de
destrucción emocional, en el cual los niños son rehenes, los padres somos
enterrados en expedientes, y la verdad es un accesorio prescindible.
Tal como Dante describía a los hipócritas obligados a portar capas de oro por
fuera y plomo por dentro, los operadores jurídicos que hoy repiten fórmulas sin
convicción, que dictan fallos ideologizados, que militan sentencias para evitar
ser señalados, se han convertido en portadores de una justicia vaciada de
contenido ético. Hablan de derechos, pero solo administran discursos. Invocan
garantías, pero sólo temen a los titulares del poder.
En este marco, la figura del padre injustamente acusado se asemeja al Ulises
de Dante, castigado no por haber amado la verdad, sino por haber osado
buscarla en donde el poder no lo permite. Se lo castiga con el fuego de la
sospecha, con la muerte civil del vínculo, con la exclusión sistemática de sus
hijos, aún cuando no existe prueba alguna que justifique su condena
emocional.
El sistema, igual que en el infierno dantesco, se ha convertido en un
mecanismo que no busca restaurar la justicia, sino reproducir el castigo. Se
condena por pertenencia, por género, por relato. No se ponderan hechos, se
validan narrativas. Y en esa inversión de los principios del derecho, lo que
muere no es solamente la presunción de inocencia, sino la confianza misma en
la ley como límite al poder.
Es por eso que Dante, más vivo que nunca, nos habla desde el S. XIV con una
lucidez que parece dictada esta misma mañana en una audiencia de familia, o
en una audiencia penal. Nos recuerda que el mayor de los pecados no es el
error, ni siquiera el delito, sino la traición consciente a la verdad. Nos enseña
que la justicia sin ética es apenas un infierno con ropaje procesal.
Y en dicho contexto, Dante nos interpela, como padre, como profesionales y
como sociedad ¿Hasta cuándo vamos a aceptar que los vínculos afectivos de
nuestros hijos se decidan en base al miedo, la ideología o la conveniencia?
¿Hasta cuándo vamos a permitir que la maquinaria judicial produzca y
reproduzca victimas mientras proclama protegerlas?
Mientras no podamos responder estas preguntas con el coraje que merecen,
seguiremos descendiendo en el círculo del infierno dedicado a los fraudulentos,
en ese donde se asienta el fraude institucionalizado, ese donde la mentira viste
de toga, y la verdad grita en el silencio de los pasillos judiciales por estar
abusada por esa misma justicia.
Y entiéndase, no hablo en abstracto, no nos olvidemos, por dar algunos
ejemplos recientes, el caso de Gonzalo Larrique, detenido tras una acusación
infundada de abuso, ello evidencia cómo se puede encarcelar a un hombre sin
prueba sólida alguna, sin garantías procesales y sin una defensa efectiva. Su
familia denuncia un proceso irregular y totalmente manipulado, mientras el
sistema se muestra indiferente.
Lo mismo ocurre con el docente Juan Pablo Margonari, condenado en El
Calafate a cumplir 10 años de prisión por una denuncia totalmente infundada,
iniciada por una fiscal hija del poder de turno, de la entonces gobernadora de la
provincia de Santa Cruz. Un proceso plagado de irregularidades, una defensa
inerte, un juicio moldeado al diseño político del poder.
Y más recientemente, el caso de Andrea Saavedra, la mujer cordobesa que se
encadeno frente a la Casa Rosada, para denunciar cómo las falsas denuncias
destruyen familias y vidas enteras, visibiliza el rostro civil de una maquinaria
que no sólo excluye a los padres, maridos, hijos, etc. sino que los criminaliza
institucionalmente.
Estos no son errores. Son verdaderos síntomas. Son piezas del mismo
engranaje que castiga a los disidentes, a los que no comulgan con el dogma, a
quienes no portan la etiqueta de “víctima oficial”.
Por el Dr. Victor E. Piccoli –Abogado/Especialista en D. Ambiental/Especialista en Justicia Constitucional y DDHH con Orientación en Minorías y Grupos Vulnerables/Dipl. En Protección Ambiental/Dipl. en Gestión Parlamentaria/Dipl. En Protección de los D. de las Personas con Discapacidad
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